Historia contractual
Historia contractual
Siempre, al final del espectáculo, sonaban grandes aplausos. Don Bepo y Ruperto saludaban muy finos. A veces, hasta les tiraban flores.
El muñeco de Don Bepo. Carmen Vázquez-Vigo.
A veces me pregunto. Solo a veces, en contadas ocasiones y, ni siquiera sé, si son suficientes. A veces me pregunto. Los acontecimientos se suceden acompasados, uno detrás del otro, como procesionarias buscando el pino destino. ¿Qué hubiese pasado de mí si los pasos tomados no hubieran sido los acaecidos? ¿Qué hubiese acontecido de no haber nacido la tercera hija de una familia sin tiempo? ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de haber nacido torpe y desaliñada mi figura hubiese crecido bella y estilizada? Aquella niña pueblerina, la tercera de una estirpe abandonada a su suerte, de haber nacido con el don de la belleza, qué hubiera cambiado. Seguramente las otras niñas hubiesen jugado con ella _conmigo_. Tan invisible era que ni mi madre no reparaba en mis ausencias. ¿Qué hubiera pasado con esa infanta de no haber encontrado refugio de una incipiente soledad en aquella biblioteca municipal? Aún puedo sentir el silencio, ver aquellos ojos marrones a los lados de una redonda cara, rodeada de una media melena cortada con escuadra y un cartabón. La bibliotecaria siempre repetía la misma onomatopeya estridente a mis oídos: —Shhhhhhhh. Y procuraba andar de puntillas, flotando, evitando el roce con el frío pavimento. ¿Qué hubiese sido de mi infancia sin los cuentos de Andersen o de los hermanos Grimm, tan tristes como la mirada de esa chica flaca, demasiado alta para su edad y tan acomplejada? ¿Y si en lugar de haber nacido en un pueblecito de la provincia más olvidada hubiera sido parte de una ciudad moderna y cosmopolita? En la villa de Ólvega apenas existían los libros infantiles, los comics brillaban por su ausencia y la edad de lectura estaba marcada a fuego en la contraportada de los pocos libros permitidos en el carné otorgado. ¿En quién me habría convertido sin la colección entera del Barco de Vapor? Aquel lugar poco tiene que ver con la imagen al uso de una biblioteca bucólica, apestando a desidia y frialdad. Las paredes eran de colores pálidos y apagados; las estanterías metálicas y frías además de un pavimento de baldosas tristes y viejas. Pero todo eso no impedía en mi deambular por sus pasillos que yo caminara leyendo los títulos de los libros autorizados. La indecisión reina en mi vida desde entonces. Tomar prestado cualquiera de ellos era una ofensa para el que se quedaba en la repisa de blanco lacado. La mayoría de esos libros eran para mayores, serie naranja a partir de nueve años, serie roja, a partir de doce. Yo sólo tenían siete, debía conformarme con los de color azul o blanco. Madurar debe ser una cuestión de colores, qué sorpresa se llevaría mi madre el día que cumplí los siete años, que pasé de blanca como la nieve a azul como el cielo. Recorría ese mismo pasillo cada tarde, rutina en mi vida, salir del colegio, o de la academia de inglés y escaparme a ver a esa señora con cara de pelota.
Aquella primavera de mil novecientos ochenta y seis la bibliotecaria, que nunca sonreía, me miró fijamente y un halo de luz nos iluminó a ambas: —Tengo un regalo para ti. Feliz día del libro. Eres la persona que más visita esta biblioteca.
Hermosamente envuelto en papel de regalo ahí estaba: “El muñeco de Don Bepo” del Barco de Vapor. El tiempo se paralizó, se detuvo completamente, y puede que estuviera algo decepcionada por el color, lomo blanco, primeros lectores, pero nada podía detener el gozo contenido en mi joven corazón. Nadie me había regalado nunca un libro. No quiere decir que no hubiese libros en casa, pero siempre eran de otros, de mis hermanas, o heredados. Ese libro era mío. Completamente mío.
¿Qué hubiera sido de aquella niña sin su pequeño tesoro? Las aventuras de Ruperto, el muñeco ventrílocuo de Don Bepo, se convirtieron en parte de mí, aquellas palabras, aquellas ilustraciones. Don Bepo, siempre tan viejo y cansado que decidió retirar a su compañero y utilizarlo como espantapájaros en el huerto de su pueblo. Maldita idea, había que liberar a Ruperto. Y aquella niña patosa se lanzó a buscarlo, en cada jardín, cada tarde, cada sábado, cada verano. Primero por los lechugales, después entre los cultivos, de trigo, cebada y triticale. Lo busqué entre las malas hierbas, las avenas locas o los vallicos y nada, ahí no estaba. Tenía veinte años y seguí buscándolo entre los árboles frutales, con treinta entre las flores e, incluso me las comí todas ellas.
Alguna tarde todavía lo busco, con la esperanza de encontrar a Don Bepo, su maestro, y decirle que me enseñe, que yo quiero ser capaz de hacer hablar a Ruperto, con una voz que me salga de lo más profundo y juntos, de la mano, recorramos el mundo entero.
Zaragoza, a 16 de octubre de 2024.
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